La ironía del sistema sanitario contemporáneo se resume en
la tensión constante entre la visión de los profesionales como piezas
intercambiables y la realidad de que son, ante todo, seres humanos. Por un
lado, la gestión sanitaria, impulsada por la tecnificación, la masificación y
la búsqueda de eficiencia, tiende a despersonalizar tanto a los pacientes como
a los propios profesionales, tratándolos como engranajes fácilmente sustituibles
dentro de una maquinaria compleja. Esta cosificación convierte a médicos,
enfermeros y demás personal en “recursos humanos” que se ajustan y reemplazan
según las necesidades del sistema, perdiendo de vista su individualidad, sus
emociones y su dignidad.
Sin embargo, esta lógica fría y funcionalista choca con la esencia misma de la atención sanitaria, que debería ser un encuentro profundamente humano entre personas que sufren y personas dispuestas a ayudar. La paradoja es evidente: mientras se proclama la importancia de la humanización, en la práctica se sigue priorizando la gestión y la técnica sobre el cuidado genuino, relegando a los profesionales a un segundo plano, como si fueran meros instrumentos desprovistos de identidad
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