Cuando el sistema sanitario te rompe por dentro (y nadie lo nota)
Hay algo que no sale en
los informes. Ni en los PowerPoints de gestión. Ni en los discursos que hablan
de innovación, excelencia o sostenibilidad. Y es esa sensación —sorda,
silenciosa— de estar rompiéndote por dentro mientras todo a tu alrededor sigue
girando como si nada pasara.
Le ocurre a miles de
profesionales que sostienen el sistema sanitario con su cuerpo, su mente y su
vocación. En hospitales, sí, pero también en centros de salud, ambulancias,
residencias, servicios de urgencias, domicilios, unidades móviles. Médicos, enfermeras,
técnicos, celadores, administrativos, psicólogos, conductores, fisioterapeutas…
Gente que un día eligió cuidar a los demás y que, poco a poco, empieza a sentir
que nadie los cuida a ellos.
Y lo más duro es que casi
nadie lo ve. Porque todo sigue: las consultas no paran, las ambulancias llegan,
los turnos se cubren, las salas de espera se llenan. Pero por dentro, algo se
va apagando.
Un sistema que habla de personas… pero funciona como una cadena de montaje
Aquí está la gran
contradicción. Se habla de humanización, de empatía, de trato cercano. Pero en
la práctica, muchos profesionales son tratados como si fueran reemplazables sin
consecuencias. Como si un cuerpo más bastara para seguir cumpliendo con la agenda
del día.
Y es que la gestión
sanitaria, empujada por la burocracia, la sobrecarga y la lógica del
rendimiento, ha convertido en rutina una forma de trabajar que despersonaliza.
Se miden tiempos, rendimientos, tasas de resolución. Pero no se mide el
cansancio, ni la angustia, ni la soledad emocional de quien está al otro lado
del fonendo o del volante de una UVI móvil.
Historias que no llenan
portadas (pero deberían)
No hacen falta grandes
dramas para que alguien se sienta roto. A veces es solo la acumulación. El
médico de familia que atiende a 40 pacientes en una mañana y aún intenta
escuchar con atención. La enfermera de ambulancia que enlaza dos guardias y
vuelve a casa en silencio. La técnica de cuidados que apenas tiene minutos para
acompañar a una persona mayor que no ve a nadie más en todo el día.
Son historias pequeñas,
pero constantes. Y pesan.
Porque no se trata solo
del esfuerzo físico. Se trata del desgaste emocional, del desamparo
institucional, de esa sensación de que se espera de ti una entrega infinita…
sin espacio para parar, sin tiempo para sentir.
No somos máquinas
Quienes trabajan en
sanidad no son robots. No basta con cambiarles el turno, darles un protocolo o
una palmadita en la espalda. Son personas que sienten, que se implican, que se
frustran, que se emocionan. Que tienen familia, que arrastran duelos, que a veces
están al límite.
Tratarles como simples
“recursos” —como si fueran parte de una cadena que no puede detenerse— es una
forma de violencia silenciosa. Y, además, es ineficiente. Porque un sistema que
agota a quienes lo sostienen no puede sostenerse por mucho tiempo.
Volver a lo esencial
Hablar de humanizar no es
un adorno. Es una necesidad urgente. Y no solo hacia los pacientes, sino
también hacia quienes están del otro lado del escritorio, del teléfono, del
uniforme, del volante, del quirófano.
El sistema sanitario no
puede seguir funcionando a base de parches y sacrificios personales. Necesita
tiempo, respeto, escucha y cuidado. Porque la tecnología puede avanzar, los
protocolos pueden mejorar… pero si las personas se rompen, todo lo demás se viene
abajo.
Al final, por más
vocación que tengas, por más profesionalismo que pongas, hay algo que nadie
debería olvidar:
También tú puedes
romperte.
Y si nadie lo nota, algo
está muy mal.
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